Primera novela, publicada en 1963, recibe el premio Renaudot, lo que propulsa al autor de 23 años con la ayuda de la mediatización farandulesca gracias a su físico de galán. La success story de un manuscrito enviado por correo al prestigioso editor Gallimard casi oblitera el análisis de la obra, pero ubica –con razón– Le Procès-verbal bajo el signo del exceso de un libro abultado, que desconfiando del estilo ampuloso no escatima en la sobrecarga. El personaje Adam Pollo está, incluso por su onomástico, ligado tanto al primer hombre y al mito de origen como al dios griego Apolo, dios del cielo acompañado de una rata, animal que ocupa un capítulo de la novela. A contracorriente, blancos, elipsis y tachaduras procuran vaciar algunas páginas. El escritor maneja, así, el exceso tanto como la aporía en un equilibrio frágil, propicio para desalentar al lector activo confrontado a un primer enigma que le propone la carta-prefacio: ¿Adam es desertor o escapado del asilo? Cualquiera sea la respuesta, la alternativa lo ubica de inmediato al margen de la Sociedad.
¿Figuras del exceso, figuras-pantallas?
La recurrencia de parodias (policial puesto en abismo, diálogo digno de un teatro del absurdo) y de referencias explícitas (La Biblia, El Evangelio, Sartre, Parménides, Defoe, Manilio, Éluard) o implícitas (Camus, Kafka, Lautréamont, Nietzsche, Beckett) satura el texto. La exhibición de estilos se vuelve acumulativa, recurriendo incluso a las modas de los años 60 del collage por inserción de un falso recorte periodístico, falsos ready made literarios, o citando páginas del cuaderno de Adam. La no novela está en la línea de la era de la sospecha y todo exceso –como un síntoma– oculta la mínima intriga, la aprehensión de un personaje tradicional en beneficio de un tipo-camaleón, que absorbe el sol y es hipersensitivo. En ese mes de agosto de canícula sobre la costa mediterránea, entre Niza y Carros, Adam, en suma, irrepresentable, aparece ya sea como un «muchacho desmedido» (incipit), o como «en todas partes al mismo tiempo» (185), o como «un conglomerado de células» (230-231), e incluso como una adición de tres edades: ¡la infancia, la juventud y la vejez! El comportamiento mismo de Adam acentúa este efecto de exceso aun cuando solo ocurre lo que, en principio, resulta banal –seguir un perro, ir a la playa, al zoológico o al café–. Esta acentuación se produce, al menos, de dos modos: el primero está vinculado con su facultad imaginativa –«él se ejercitaba en imaginar» (20)–, el segundo con su labia profética cuando arenga a la muchedumbre antes de quedar afásico. El primero favorece las imágenes más surrealistas, reconectando a veces con los terrores infantiles. El segundo sella el destino de Adam, arrestado por alterar el orden público (¿se trata del delito que anticiparía el título?) y enviado al hospital psiquiátrico.
Una cierta violencia procede de este exceso, a pesar del no-acontecimiento aparente, o más bien la incertidumbre acerca del acontecimiento, sobre todo cuando se lo narra a posteriori. Por ejemplo, ¿violó a Michèle o se trata de un fantasma? Otros acontecimientos existen sin duda, pero el relato no se construye en tensión con ellos, la mirada está dirigida hacia el efecto resultante: un ahogado, agua contaminada, un desperdicio. Aunque la primera frase, «había una vez», más que un simple pastiche, introducía de inmediato un modo menospreciado, existe con claridad una progresión en el pasaje al acto y en la intensidad de las agresiones: supuesta violación, pelea con un americano, asesinato de una rata. Todo parece estar bajo el yugo de una violencia: exceso de tentaciones y signos publicitarios, de tubos catódicos, de hipocresía, de abstracción. Abstracción que el relato hace funcionar por hiperrealidad o desrealización artificial del paisaje así descripto: «Todo tenía el aspecto concienzudo de una tela a cuadritos, de un inmenso jardín construido según las normas del placer entre los escarabajos y los caracoles» (75) Oxímoron, cambio de escala a tal punto incongruente que las dos frases precedentes hablan de «La tierra» y de «La superficie del mar», tan infinitas.
«Novela» de la desaparición
Adam se borra en el modo trash, «[…] excitando hasta el paroxismo su sentido mitológico, se rodeaba de piedras, de escombros; le habría encantado tener toda la basura y todos los desperdicios del mundo para enterrarse en ellos […]» (75). Las modalidades para desaparecer se multiplican: la vía mística, la desaparición social a través del despojo (desprenderse de sus pertenencias y hacerse pasar por muerto), el retorno al vientre materno o la reducción a lo más pequeño, ser un grano de arena o caber en una ostra (314). Otra posibilidad: «se ubicaba en el centro de la materia, de la ceniza, de las piedritas, poco a poco se deslumbraba» (75), imagen relevada por otra, vivir «como un bloque de hielo del Polo Norte» (94), luego por otra más… Se pone en marcha una técnica de de fijar la atención para vivir internamente un éxtasis material, una confusión en la materia que neutraliza el modo intelectual para agudizar un estado de «conocimiento nervioso de la materia». (31) Toda una tradición mística puede ser evocada, como lo es en el contexto hippie de los años 60. Pero esta vitalidad densa alterna con una tendencia mórbida. Vaciarse, luego llenarse otra vez de un real que lo atraviesa. Después volver a vaciarse. Antes de hablar de un trayecto a la manera de Ícaro, en su linealidad fatal, hay que admitir que los esquemas se repiten. Y este ciclo está marcado por un «nihilismo agresivo» (Onimus, 30).
Así, la novela construye paradojas; de la sobrecarga a la descarga y, después, a la desaparición; la descarga podría entenderse como búsqueda de descompensación, ya que también se trata de una experiencia de locura en la que un detalle se vuelve paroxístico: «A veces, algunos coches pasaban en fila simple y, de repente, sin razón aparente, el metal negro explotaba como una bomba, un resplandor en forma de espiral brotaba del capot y hacía arder y doblegarse toda la colina.» (21) La descarga podría tomarse también en sentido literal en tanto el relato desgrana los restos: cadáveres diversos, poemas sobre polvos y cenizas, lista de desperdicios (190) (recordemos que Le Clézio conoce la escuela de Niza, los nuevos realistas, Arman, Ben, Spoerri), secreciones líquidas, orina, sangre…
Lo excesivo está señalado como tal por la necesidad de la tachadura, que permite, sin embargo, leer el texto tachado, como un palimpsesto. El desdoblamiento de la instancia narrativa entre narrador no omnisciente y narrador ubicuo (Salles, 1996) favorece una variedad de tipos de textos (carta de la madre, periódico, diálogo, discurso) en la que, pese a todo, domina la mirada de Adam, su potencia imaginativa. Esta imaginación delirante es, a menudo, desactivada por el desinterés a modo conductista cuando Adam escribe sus protocolos mecánicos de acciones (la marcha como en ralentí, la ubicación de dos sillas). Todo converge paulatinamente en el retraimiento del espacio real de vida de Adam para «contener» sus alucinaciones, al punto que lo banal lo cobra vida de modo insólito o fantástico. ¿Hay que suponer su locura? «[…] de tanto ver el mundo, el mundo le salió de los ojos» (91), es decir que lo demasiado lleno convoca al vaciamiento, que la «obscenidad de lo que [está] ubicado delante de mí, termina por volverse contra mí» (Fougère, 2017). También puede convocar la pasión de la geometría para «cuadrillar el caos» (Tritsmans, 1990).
La «estructura» del relato sería similar al trayecto de Ícaro (Waelti-Walters, 1981), del descenso de la colina de Adam quemado por el sol, convertido en «volátil lacustre, las plumas insertadas en la piel» (311). Una vez expandido, y luego de huir, Adam será ocultado, puesto en la oscuridad. Y emergen más aporías, rupturas y huecos. Desde el título, la lengua es errónea. Su herramienta más elemental, el alfabeto, también falla. En efecto, cada capítulo comienza por una letra: A, B, C, pero se interrumpe en la P, olvida la Q, retoma en la R y luego se interrumpe. La lengua misma está rota, ya que Adam se vuelve afásico en las últimas páginas del libro. De todas maneras, el lenguaje común es impotente, incapaz de dar cuenta de lo real; extirpárselo para reencontrar la fuerza de lo común es la acción del poeta. El hueco en el alfabeto, el techo de su celda que fue perforado por sangre que gotea, pero sobre todo la amnesia que manifiesta Adam son los indicios de que, en esta novela rompecabezas, falta una pieza. Y esa pieza se escabulle, al punto que existe una burla en acción, un modo de no tomarse en serio. Por otro lado, el título inicial era Procès-verbal d’une catastrophe chez les fourmis [Proceso judicial de una catástrofe entre las hormigas], que es también el título que Adam anota en una página extraída de su cuaderno.
Solipsismo y relaciones con las alteridades
Adam escribe en un cuaderno a Michèle y el resto del tiempo camina por la playa o en la ciudad o usurpa una casa sobre la colina; microacontecimientos que, sin romper su ociosidad, lo divierten. Su desindividución pasa menos por una falta de espesor que por metamorfosis que son pantallas para ocultar las ataque y que hacen que sea por momentos «suave» (311) y por momentos «criatura prehistórica» (311), en todos los casos en estado de regresión. Pese a ser un gran comunicador, Adam también padece un defecto de relación a causa de sus trastornos, del monólogo en silencio: mitómano con Michèle, logorrea con la muchedumbre o sin respuesta para su madre. La carta-prefacio nos ha advertido contra psicología rancia; el complejo de Edipo ante un padre autoritario y colérico perceptible en la carta llena de clisés de la madre de Adam parece una pista falsa.
Las lecturas críticas se han preguntado acerca del comportamiento de Adam (¿esquizofrénico? ¿paranoico?), por intermedio de expertos en psiquiatría (¡paranoico!): lectura freudiana (Poulet, 2008), que analiza «el clivaje del yo, es decir la coexistencia en el interior del yo de dos actitudes contradictorias y bien separadas de la realidad exterior: una que la reconoce, otra que le niega toda existencia en beneficio de las exigencias pulsionales.»; lectura a partir del concepto de yo-piel de Didier Anzieu (Le moi-peau, Dunod, 1993), (Roussel-Gillet, 2004) para comprender el yo prorozo de Adam; deseo de comprender la animalidad (Fougère, 2017) e incluso el devenir-animal de Adam (perro, Leona, rata). La versión gráfica de la novela por Edmon Baudoin da cuenta de esta confusión de lo humano en el reino animal, pero también el mineral, el aéreo o el vegetal. Otros análisis inspirados en Bachelard, en Durand o en Jung caracterizan estas ensoñaciones de la intimidad, particularmente las de enterramiento, de «ganas de cavar madrigueras» (25). La hípercenestesia conduce a un vínculo fenomenológico con la carne del mundo, que puede asimilarse a un trabajo alquímico, a «una obra en negro» para recuperar una unidad perdida (Bachand, 2009).
Generación herida
El nombre Adam orienta hacia el mito, apartando las lecturas históricas. Ahora bien, a pesar de las estrategias para evacuar todo punto ciego, («Se había vuelto memoria, y todos los ángulos de ceguera, ahí donde las facetas se tocan, se habían vuelto tan raros que su consciencia era, por decirlo de algún modo, esférica. Era el lugar, próximo a la visión total, en el que ya no se puede vivir [...].» (91), el ángulo muerto de la sociedad francesa de esos años era la guerra de Argelia, que traumatizó a la juventud francesa (Roussel-Gillet, 2016). Le Clézio vio partir amigos suyos que no volvieron. Esparce indicios de este trauma cuando Adam habla de una guerra, que Michèle le asegura que no existe en los manuales escolares. Amnésico, Adam evoca, empero, bombas, cañones, «eso produce lindos agujeros a 300 metros, agujeros no demasiado sucios, que forman charcos, luego, cuando llueve.» (65) En un primer nivel, una lectura en clave del libro nos recuerda que, para escapar a esta guerra, algunos jóvenes franceses intentaban hacerse pasar por locos.
Toda la estrategia consiste en llevar al extremo lo explosivo y la retirada, lo ruidoso y el hielo, lo cual activa tensiones contradictorias: «Todo era tan blanco bajo la luz que podría haber sido negro […]» (238). Todo lo que se lleva al paroxismo puede conducir a su contrario. La realidad parece inestable, cuando lo real permanece fuerza de vida. Y para vivirlo, una escritura nueva debe estar en estado puro. Es lo que Le Clézio explicará en entrevistas: su primer libro, revuelta contra la escritura y la literatura, respondía a una necesidad de burla y sarcasmo, lo que supone un estado ánimo generacional, una «mezcla de agresividad y de burla» (Amette, 2006) en vista de lo que entonces se llamaba «los acontecimientos». En este contexto, la literatura no puede consolar, pero puede estar alerta.
Por consiguiente, el escritor reflexiona sobre la literatura y la lengua, apunta a destruir una forma de literatura y a exhibir sus códigos. Las afinidades aparentes con el nouveau roman (importancia de los objetos, simultaneidad de emociones registradas por sismógrafo, movimiento real del pensamiento, ausencia de relato lineal o realista) funcionarían como señuelos. Si el nouveau roman está desprovisto de indicios de compromiso o de apelación al lector, la carta-prefacio pone distancia. Así como el relato nos previene ante «esta inmundicia de cultura» (305), de la cual sin embargo está saturado este primer libro. La encarcelación final de Adam puede dar testimonio del sistema coercitivo descripto por Foucault o acusar de hipócrita a la sociedad francesa. Pero el relato, en esos indicios-señuelos, maneja sobre todo la incertidumbre. Incertidumbres de una juventud salvaje pero vulnerable presa de una sociedad que le repugna –absurda, en guerra, ávida de consumo– y de un vitalismo de la materia, que permite habitar poéticamente el mundo, vivir con. La juventud de los años 60 se revelaba contra los sistemas, soñaba con un mundo peace and love. Este libro prefigura la dinamita del 68; conserva, no obstante, una actualidad crucial, contra los sistemas establecidos, por una ecología viva, que «no capitula nunca ante lo real» (EM, 140) y nos pone al unísono vibraciones más arcaicas, más necesarias.
Isabelle Roussel-Gillet
Traducido por Francisco Aiello
(2023)
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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